El domingo pasado fui al Museo del Louvre. Lo hice porque llovia y porque el primer domingo del mes, la entrada es gratuita. Me acordé de mi primera visita, en familia...
No estaban la pirámide ni sus fuentes, ni el paso subterráneo entre
los pabellones, ni el carrusel con sus comercios, pero el palacio del
Louvre ya era el museo de arte más visitado del mundo. Era un espacio
público civilizado donde todavia, a pesar de su notoriedad, se podia
gozar con calma
de las representaciones humanas individuales y colectivas. La
"democratización" del viaje en
avión y el acceso globalizado a la industria del turismo
no habian producido aún esos regimentos políglotas de mirones que
asedian cotidianamente los templos culturales. Allí pues, en ese museo
de entonces, la
densidad humana por metro cuadrado se quedada en unos límites
aceptables, dejando algun insterticio para la respiración de las mentes,
la sorpresa del descubrimiento y la irrupción de la delicadeza.
Hace
siglos que la Gioconda, la Venus de Miló y la Victoria alada de
Samotracia, son unos imanes simbólicos, unas imágenes reconocidas e
hipermasticadas que atraen muchedumbres sentimentales. Tienen la virtud
tranquilizadora de proporcionar un orden consensuado del mundo, como
dar vueltas alrededor de la piedra negra de La Mecca, bañarse en el rio
Ganges o arrodillarse frente a la virgen de Guadalupe. Cuando el genio
de la revolución francesa traspasó las colecciones privadas de la
monarquia, de la aristocracia y de la Iglesia a unas galerias públicas
para que el conjunto de la sociedad disfrute, persiguió el mismo
objetivo que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
al afirmar que "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus
derechos", y lo localizó en el campo del derecho a gozar de la
belleza, a conmoverse, a buscar el sentido de las cosas a traves de los
sentidos. Se trataba - y se trata - de abolir el privilegio de la
comprensión del mundo, de difundir una cara amable y sensible de la
utilidad pública, y de contribuir a la construcción de un espejo
compartido de la humanidad.
Así fue como en 1793, el
antiguo palacio real fue transformado en "Museum central de los artes de
la República" y se enriqueció luego con las presas de guerra, las
adquisiciones, las donaciones y los descubrimientos arqueológicos. Así
fue tambien como se publicó en 1794 la "Instrucción sobre la manera
de inventariar y conservar en todo el ámbito de la República, todos los
objetos que pueden servir a los artes, a las sciencias y a la enseñanza"
y se comenzó a generar el culto al patrimonio nacional, ampliandolo sin
ruborizarse con una política de despojo tanto de los vecinos como de
las tierras invadidas más lejanas. Sin ningun remordimiento, la
"República imperial" fue capaz de justificar sus expoliaciones
sistemáticas: "Hay piezas de pintura y escultura, y otras producciones geniales: su depósito verdadero, por el honor y el avance de las artes, tiene que encontrarse en la residencia y en la mano de los hombres libres". Gallardemente. Así fue entonces y así es aquí y ahora: la "universalidad" pisoteó y sigue pisoteando la "alteridad".
Siendo
bien demostrada la calidad religadora (o religiosa) de las imágenes y
no quedando ninguna duda sobre su poder de creación/recreación social,
considerandose una digna representación ciudadana empoderada para
comprender y sentir el mundo, y no teniendo ninguna duda sobre la
legitimidad de su mirada universalista, nuestra familia emprendió su
peregrinación al Louvre.
A fuera el sol de agosto
picaba fuerte, los árboles del jardin de las Tullerias intentaban
refrescarse con el susurro de sus hojas y el estanque del patio cuadrado
miraba el cielo callado. Los vapores de la colada de acero líquido del
rio Sena submergian sus riberas en un torpor pegajoso. El
contraste con la penumbra veraniega del museo resultó acogedora.
Pasamos muy rápidamente en los
departamentos de las antiguedades griegas, etruscas y romanas. Nos
demoramos un poco en el departamento de las esculturas. Y pasamos de
largo frente a los pasillos del departamento de las antiguedades
orientales y el de las antiguedades egipcias, Es que la prioridad estaba
en la pintura, y más concretamente, en UNA pintura: quien viene por
primera vez al Louvre quiere ver la Gioconda. Es un rito, un saludo
ceremonial, un paso iniciático para acceder al mundo de "los que creen
porque han visto". Con mi hermano, queriamos verla porque nos habian hablado
de Leonardo da Vinci y de su Mona Lisa en la escuela.
La vimos.
Vimos sus ojos viajeros que se fijan en quien la mira, este donde este el mirón.
Vimos su sonrisa medio burlona y medio satisfecha.
Vimos el paisaje azul y verde, transparente, desfasado entre los lados izquierdo y derecho del retrato.
Vimos sus manos descansando la una sobre la otra, tranquilas, serenas, sencillas.
Vimos su presencia enigmática protegida por una vitrina de cristal.
Y no entendimos.
No
entendimos porque todo el mundo la miraba a ella, se tomaba fotos
frente a ella, se amontonaba, se pisaba para alcanzarla: ella, pequeña
mujer chiquita retratada en una tabla de 77 por 53 cm... Cuando en la
pared de al lado, se encuentra la colosal pintura de las Bodas de Cana
con sus 994 cm de largo y 677 cm de alto, con sus 132 personajes entre
los cuales se encuentran Jesús, Maria, la tropa apostólica, el mismo
Veronese que pintó el cuadro, con otros amigos pintores, el Tiziano y el
Tintoretto así como Francisco I de Francia, María de Inglaterra y
Solimán el Magnífico: sesenta y siete metros cuadrados de colores vivos y
el agua cambiado en vino.
Lo que si descubrimos y
entendímos es la calidad de borrego difundida por la indústria
cultural... Cuando salimos del museo, teniamos la espina de la alteridad
bien colocada en nuestra consciencia.
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